Se ha retirado el mar, afloran las piedras entre la arena, todavía mojadas brillan en la primera luz del día. Las recoges maravillado, son multicolores, son multiformes, son el tacto del mundo. Vas apilando poco a poco un altar en el desierto, encajando con paciencia una a una cada piedra, hasta engranar una pared perfecta donde alzarse.
Es el sol del mediodía, el muro brilla y resiste al viento. Pasa el aire por las rendijas de los guijarros, que sostienen la majestuosidad del templo. Contemplas tu propia obra, alzada en el horizonte. Finalmente subes los peldaños que has dejado encajados en la pared seca, escalas tu propio cuerpo hasta llegar arriba y, oteando el horizonte, descubres el mar.
Pero ahora el agua ya te rodea en este tiempo de marea alta que olvidaste, ahora vuelven las olas, el agua se escurre entre las piedras y deshace el altar que tan amorosamente levantaste. Las piedras caen y se esparcen en la cuna de las olas, ya eres de nuevo la sal de la tierra y esperas otra marea baja, otro cuerpo, para redescubrir el secreto olvidado de los templos.
Ahora vives en la memoria de las piedras, que otros ojos descubrirán mañana, cuando el agua se retire de nuevo y deje al descubierto tus recuerdos, esparcidos entre la arena feliz de tus ayeres. Entonces renacerás de nuevo, pero habrás olvidado que eres sólo ese instante, una chispa fugitiva entre dos mareas que quieren besarse, y no saben, que son el sonido inacabado del silencio.
Albert Bellmunt
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