diumenge, 20 de setembre del 2020

AHIMSA

Grito ¡Todo!, y el eco dice ¡Nada!
Grito ¡Nada!, y el eco dice ¡Todo!
Ahora sé que la nada lo era todo
y todo era ceniza de la nada. 
            José Hierro, extracto del poema 'Vida'

Desde la atalaya de los sesenta años, todo da escalofrío: miles de vivencias, enseñanzas, deseos, proyectos realizados, sueños truncados, miríadas de emociones, plenitudes y vacíos, una sensación de lo mucho que queda atrás (inalcanzable) y la incertidumbre de lo que poco (o de lo inmenso) que nos espera por venir. 

Todo un camino recorrido para entender, finalmente, que nada perdura, y que por ello, paradójicamente, estamos aquí, que todo ser vivo nos merece una reverencia inmensa por la eternidad de huellas que lleva en su cuerpo y por lo mucho que le debemos a su presencia. Toda una vida para entender que el infinito se esconde cada día tras una mirada amable o un gesto de desasosiego, porque el tiempo es un ya amigo imprevisible y no sabemos cuándo se nos revelará el verso irreverente de la noche. 

Y yo me pregunto, ¿por qué la palabra impermanencia no está en el diccionario de la RAE? Es un concepto muy claro: cualidad de aquello que no perdura, de lo que constantemente muta, aparece y desaparece (y nos importuna, por inestable). No entiendo su ausencia, porque nosotros, los seres vivos, somos su misma definición: un constante atrapar y quemar energía, un flujo permanente de aire que penetra, quema las células y alimenta las plantas con la luz, un permanente desequilibrio de iones que atraviesan membranas y nos mueven a caminar o a defendernos de una amenaza, un derrame constante de hormonas que abren el cerrojo del hambre, el deseo o el reloj del sueño, un soporte que se renueva completamente cada siete años a sí mismo, más no se olvida de su origen...

Quizás definir la impermanencia sea tan difícil como entender la eternidad del vacío o a la vacuidad de lo eterno, mas la Nada y el Todo sí tienen su cuerpo en el diccionario, curioso desafío éste, el de la impermanencia...Mejor dejarla así, huérfana de palabras y que cada ser le preste su biografía, como una raíz que nutre el derecho a existir más allá de la superviviencia, el mandato de vivir con inteligencia, conocimiento y comprensión de lo ajeno...

¿De lo ajeno? Y es que, en el fondo, la impermanencia nos une y desenmascara las aparentes diferencias de los seres vivos: conectados por la incertidumbre, comprendemos finalmente que todo ser viviente merece nuestro respeto y homenaje, y que nada merece el daño gratuito de la hostilidad, la soberbia, el desprecio o la ignorancia.

Volviendo a la atalaya de los sesenta, dejo esta tarde que lo impermanente (tampoco en el diccionario) me arrulle y me oxigene el cuerpo de presente, porque los años, en el fondo, no significan nada, después de tantos millones de años para llegar aquí y después de tanto tiempo que no verán mis ojos...


Vall d'Aran (salt de Molières)        © Carme