dissabte, 25 de juliol del 2015

La puerta del cielo


Muchas veces yo experimentaba sentimientos de fragilidad con Alèxia. Pero no es el tiempo, y lo que sucedió después desgraciadamente, que me hace renombrar sentimientos que por entonces eran palpables. No sé si es porque ella vino más tarde, no sé si porque cuando ella llegó yo salía de uno de los periodos más desconocidos y difíciles de mi vida. Pero lo cierto es que muchos poemas que por entonces yo escribía reflejan ese sentimiento de provisionalidad, una sensación de irrealidad, un temor extraño de perder aquella dicha tan poderosa y desconocida. 

Recuerdo especialmente cuando al acabar los primeros años del jardín de infancia, con solo seis años, Alèxia escribió un pequeño álbum llamado Història de la meva vida, que cada vez que lo leía literalmente me deshacía en lágrimas. Lo cierto es que eran unos textos preciosos, escritos para simbolizar el paso del jardín de infancia a la primaria, unas palabras muy sencillas, donde Alèxia expresaba exactamente el paso del tiempo, todo lo que había gozado en esos primeros años, todo lo que le hacía sufrir, con todo lo que soñaba, todo lo que dejaba atrás porque comenzaba un nuevo tiempo para ella. Desconozco la razón, pero ese cuadernillo me sonaba como una despedida, como un adiós a ese caminar valiente donde Alèxia describía sus primeros seis añitos de forma tan limpia y pura, una sucesión de estampas preciosas, intensas e irreversibles, donde había sido tremendamente feliz.

Dicen que cuando temes perder la felicidad es que, de hecho, ya la has perdido, porque ya estás fuera de ella, porque mientras dura, la dicha lo inunda todo, y no hay espacio para el recuerdo ni para el temor de la pérdida. Pero la verdad es que yo tenía miedo, Alèxia me hacía tan feliz, eran tan puros sus sentimientos, tan extrema su inmersión en el corazón del tiempo, que el tiempo desaparecía, literalmente, rendido al canto preciso de sus actos, emborrachado en ese torbellino de las danzas que Alèxia enlazaba desde la mañana hasta la noche, sin esfuerzo y sin desánimo, sonriendo siempre, liviana y completa.

Y es esta pureza e inocencia que marcaron indelebles sus diez años, un tiempo intenso cuando Alèxia hizo su primera comunión, el año de nuestro último viaje juntos a Menorca, a la casa roja de s’Albufera. Fueron unos días inolvidables, podíamos llegar desde la casa a calas sólo reservadas para nosotros, como cala Tusqueta o cala Rotja. Recuerdo aquella tortuga recogida cuando paseábamos en Es Grau, o los juegos de los niños en la orilla del mar en Es Tamarell, con Sa Torreta al fondo, o el agua fresca resbalando por la carita de Alèxia sonriéndome feliz en la Platja d'en Tortuga, o la imagen de nuestros cuerpos inclinados Son Mercé de Baix, imitando los acebuches rendidos a un viento imaginado, una tarde nubosa del mes de agosto. 

Una mañana, paseando por Mercadal, visitamos S’aljub, un gran depósito de agua ordenado construir por el gobernador Richard Kane en 1735. Al aljibe se llega por una rampa blanca, cuasi vertical, coronada por una tanca que parece querer abrirse hacia ninguna parte. Solamente el cielo, y no el agua, parece esperarnos detrás de su transparente celosía.

Yo por entonces le escribí este poemilla a Alèxia:


La puerta del cielo

La puerta del cielo, 
camino del agua.
Escaleras blancas.
Soñados luceros.

Arriba en el puerto
se mecen las barcas.
Unas redes guardan
tesoros secretos.

No subas, que quiero
subirte en volandas
niña, darte alas,
volar en tus versos.

La puerta del cielo
niña, no la abras,
¡que se escapa el agua,
y se van los sueños!

Dormidos luceros
en las conchas blancas
llevarán tu barca
arriba en el viento.



                                                              Mercadal, agosto de 2005

                                                  © 2015 , Albert Schoenenberger

S'Aljub (Mercada,Menorca)