dimecres, 9 d’octubre del 2013

Desesperadamente felices


Muchas veces me maravillo cuando algún padre o alguna madre que han perdido un hijo dicen sentirse renacidos, como si la pérdida de aquel ángel hubiera significado para ellos una llamada a algo superior, un destino diferente: una puerta que se les había abierto a cualidades que desconocían, una grieta donde penetrar nuevos mundos, el descubrir el verdadero sentido de las cosas, el valorar lo esencial por encima de lo anecdótico, el poder saberse resilientes y haber podido elegir luchar en lugar de dejarse vencer por la desgracia.

Yo lo respeto, y hasto lo admiro, la verdad. Es una situación vital límite, y reaccionamos de formas inesperadas al azar, desconocemos de lo que somos capaces hasta que, como se dice vulgarmente, el destino nos enfrenta a nuestra peor pesadilla: aquel o aquella que amábamos con pasión telúrica, abismal, medular, cromosómica, no lo volveremos a ver más, aquella persona en ciernes, aquel despertar que nos abría las puertas de lo inmenso maravilloso cada mañana, no volverá a ver la luz del sol en toda la eternidad. Aquella flor que mimábamos cada día, cada minuto con las mejores aguas, nos ha sido arrebatada por un viento desconocido y ciego.

Sí, son palabras duras, pero es lo que siento. No me dejo envolver por el dolor, ni me niego a reengancharme a la vida, lo juro. Pero no quiero engañarme con trucos mentales, laberintos artificiales o razones irracionales para una sinrazón esencial, que no me explicará nunca por qué perdí a mi hija, ni me dará la posibilidad de volver a verla en esta mi vida biológica, la única que conozco, mi biografía imborrable, y sola. 

No deseo ni espero nada, ni busco el significado de las cosas, porque todo pasa en una dirección determinada, irrepetible, desde lo más bello hasta lo más horrible, todo a la vez y a su debido tiempo, repartido azarosamente en las biografías de unos homínidos que nos creemos especiales, pero que no nos diferenciamos en mucho desde la piedra inanimada hasta la más compleja hebra enrevesada que nos dio esta luz: la misma luz que empuja mis dedos a encontrar en las palabras una salida a un desespero esencial y abrupto.

¿Volveré a amar alguna vez la vida? Lo desconozco. Sólo sé que esta ausencia que me envuelve no tenía un por qué, ni un para qué. No quiero escribir todo lo que me enseñó mi pequeña maestra, mi Alèxia, sus lecciones de vida irrepetibles en el hospital, la verdad esencial que me hablaba a los ojos cada día, el coraje con que afrontaba su destino. No, y mil veces no, me niego, porque no eran enseñanzas de nada, era su rebeldía por vivir, por saltar por encima de aquella fuerza ciega que atenazaba su amor por la vida, su lucha por seguir siempre juntos. 

Confieso que muchas veces me duele que se pueda hallar un sentido a todo ésto, ni que sea por piedad, o por defensa de la locura. Pero lo respeto, sinceramente. Como también pido respeto para los padres que pensamos diferente: nuestro dolor no es diferente al suyo, ni somos más sinceros ni mejores padres, quizás al revés, francamente es una disquisición inútil. Como aquella que habla del dilema de superar la muerte de un hijo, o de resignarse a vivir con su ausencia dolorosa cada día.

Recuerdo como se reía Alèxia en su cámara de aislamiento, pocos días antes del transplante de médula. O como cantaba el Puede Ser, soñando ser aquella cantante famosa que quería llegar a ser un día. Conservo unos pequeños vídeos de aquellos momentos increíbles, joyas de aquel tiempo abisal, y eterno. 

De cuando fuimos, cuando éramos, desesperadamente felices.