Porque la sabiduría germina cuando nos damos cuenta que todo dolor se reduce a un bucle mental, a una ilusión que sólo se deshace cuando se descubre finalmente la trampa del pensamiento: no se puede substituir la realidad, lo que pasa (mientras escribo estas líneas), ese inspirar y expirar 15 veces por minuto, proceso físico, necesario y constante, que apuntala todo este castillo de naipes imaginado.
Tendríamos que volver la vista a Oriente, a la vía del abordaje honrado del problema mental, del espejismo de la supremacía del yo que sugiere que somos más de lo que realmente somos, que realmente es muy poco. El deseo de permanencia nos remite irremisiblemente al origen del dolor, a nuestro afán de persistir como una isla incólume al embate de las olas y del viento.
Si dejamos que el lago se aquiete, si permitimos que el barro de las palabras sedimente, veremos el cielo en la mañana clara, y nuestra imagen reflejada en él.
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