¿Se puede ser feliz tras la muerte de un hijo o de una hija?
Es una pregunta muy difícil, una pregunta trampa, pues para poder responderla adecuadamente haría falta por una lado toda una vida para entenderla y asimilarla en su pleno significado, y por otro haber compartido una experiencia tan dura como ésta para intentar siquiera acercarse a la respuesta. Es una pregunta que nos lleva directamente a enfrentarnos al significado de nuestras vidas, es una experiencia, la de la muerte de un ser tan querido, que sin atajos nos pone frente al hecho mismo de nuestra muerte, tal y como dice Miquel Martí i Pol en el Llibre d’Absències: ‘Ara saps que la mort no és morir-te / sinó que mori algú estimat'.
Porque en el fondo querer responder racionalmente, a través del lenguaje y de lo que las palabras y su significado concreto son para cada uno de nosotros, las demandas de una experiencia, un drama, que nace en el lado más profundo y escondido de nuestro cuerpo, el más primitivo y más biológico (si podemos jugar así con las palabras), nos exige expresar un dolor, y una lucha por sobrevivir a este dolor, que va mucho más allá de lo que podemos verbalizar en el tiempo de nuestra vida.
Porque enfrentarse a la ardua (e imposible) tarea de responder a esta pregunta nos lleva, como en un espejo del que no podemos huir, a mirarnos reflejados en muchas otras preguntas filosóficas, tales como el significado de la felicidad, el sentido de nuestras vidas, el papel de la memoria y la trascendencia de nuestra biografía, entre muchas otras. Pero no olvidemos que éstas son preguntas filosóficas, cuando realmente a lo que nos enfrentamos los padres y madres huérfanos de un hijo o de una hija no es al consuelo de lo que la filosofía puede ofrecernos en nuestra búsqueda de hallar un lugar en el mundo. Lo que buscamos es algo a lo que agarrarnos en nuestra desesperación, una tabla salvavidas que nos reflote de un dolor tan grande como el mar, una desazón terrible, incomprensible, como es la de no poder volver a escuchar la voz de nuestros hijos, ni poder volver a abrazar sus cuerpos, ni verlos crecer y vivir la vida que les habíamos prometido.
Es decir, los padres y madres que hemos perdido a nuestros hijos nos enfrentamos a la urgencia de una pregunta visceral, no filosófica, que para ser entendida (o meramente escuchada y compartida) reclama de una complicidad que evidentemente no la deseamos para nadie, pero que sólo los que han pasado por un trauma así entienden, de corazón a corazón, sin fisuras.
Una respuesta tajante y negativa a la pregunta ‘¿Se puede ser feliz tras la muerte de un hijo?’ podría asimilarse, guardando todas la distancias (que son enormes) a aquella conocida sentencia de Theodor W. Adorno, tras el terrible holocausto de 2ª Guerra Mundial „Nach Auschwitz ein Gedicht zu schreiben, ist barbarisch“ (Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie). El genocidio de los campos de exterminio significó una experiencia tan brutal y un descalabro tan descomunal de los valores de la cultura occidental y de los derechos humanos por un lado, y la introducción de la duda del enraizamiento o no de esa violencia en la biología profunda del ser humano, por otro, que lo arrasó todo como un incendio desbocado, y que ha hecho dudar de la capacidad misma del ser humano para convivir en paz y construir una sociedad basada en la cooperación y no en el ojo por ojo, diente por diente.
Pero ha pasado el tiempo, cada vez quedan menos personas que vivieron aquellas experiencias traumáticas, y cada vez más es a través de la memoria de lo que no debería volver a suceder que rememoramos tan tristes sucesos. También es cierto que en la biografía de los supervivientes, a pesar de todo, se pudo hallar en muchos casos un camino de esperanza, una vía de supervivencia, donde la voluntad de superación y la elección de vivir, a pesar de todo, se impusieron a la desesperación de tamaña barbarie.
“Cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, nos encontramos ante el desafío de cambiarnos a nosotros mismos” dice Viktor Frankl, neurólogo y psiquiatra austríaco que sobrevivió desde 1942 hasta 1945 en varios campos de concentración nazis, donde no obstante fallecieron tanto su esposa como sus padres. También suele expresar Viktor Frankl en sus escritos la relatividad que hemos de dar al sentido de la vida: “El sentido de la vida difiere de un hombre a otro, de una hora a otra. Así lo que importa no es el sentido de la vida en términos generales, sino el significado concreto de la vida de cada individuo en un momento dado”.
Si miramos atrás, a lo que hemos vivido con nuestros hijos desaparecidos, y nos empeñamos en recobrar aquella felicidad, será obvio que caminaremos siempre hacia la desesperación, y la respuesta a la pregunta inicial de esta reflexión ¿Se puede ser feliz tras la muerte de un hijo o de una hija? será siempre negativa: no, no volveremos nunca a ser felices después de la muerte de nuestro hijo o hija.
Pero lo cierto es que aquel tiempo existió, y entonces, en aquel lugar y en aquel momento de nuestra biografía, fuimos felices, y aquella felicidad, que ya nadie podrá arrebatarnos nunca, el recuerdo de esos momentos felices no debería ahogar nuestro tímido intento de hoy, de aquí y ahora, de buscar palabras distintas: palabras nuevas que nos ayuden a explorar un nuevo significado a una vida que ahora es diferente, a responder a unas exigencias de sentido a las que no podemos dar respuesta con las mismas palabras de entonces.
Pero lo cierto es que aquel tiempo existió, y entonces, en aquel lugar y en aquel momento de nuestra biografía, fuimos felices, y aquella felicidad, que ya nadie podrá arrebatarnos nunca, el recuerdo de esos momentos felices no debería ahogar nuestro tímido intento de hoy, de aquí y ahora, de buscar palabras distintas: palabras nuevas que nos ayuden a explorar un nuevo significado a una vida que ahora es diferente, a responder a unas exigencias de sentido a las que no podemos dar respuesta con las mismas palabras de entonces.
Ahora sabemos que sí, que a pesar de todo, la música, la poesía, han sido después posibles, a pesar de la barbarie.
También ahora intuimos muchos padres y madres, después de luchar durante mucho tiempo con los recuerdos y dejar que la tristeza venga cuando quiera pero que no arraigue en nosotros, que vivir después de la pérdida de un hijo es posible. Poco a poco los buenos recuerdos y la suerte de haber compartido su vida se va imponiendo a su ausencia física y a la tragedia de no tenerlos más con nosotros.
¿Y la felicidad? Si viene, tendrá nuevos caminos, inexplorados, la reconoceremos si superamos el desafío de cambiarnos, porque ella habrá cambiado con nosotros.
1 comentari:
Us felicito! Comparteixo plenament la vostra reflexio! Si ser feliç te a veure amb viure la felicitat viscuda amb el fill que ara no tenim , la resposta es NO, mai tornarem a ser feliços, pero com molt be dieu, fins i tot havent perdut un fill, i fent un molt bon proces es pot viure la vida, es pot ser feliç. Hem hagut d'aprendre a viure sense ell i es pot aconseguir
Moltes gracies
Montse m
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